Siembra y canto en la plaza

martes, 1 de diciembre de 2009

(Colombia)
Ponencia de Patricia Ariza


El recuerdo como acto de afecto !

El acto de hoy es un verdadero encuentro de la memoria, polifónico, donde estamos teniendo la experiencia de diversos lenguajes. Me voy a permitir leer un texto y presentar algunos videos de nuestra experiencia concreta de trabajo performativo en circunstancias y con personas que están viviendo situaciones límite en este país.

Recordar es, o debería ser, un acto de afecto, una manera de encontrarnos con el pasado, con los ausentes, con los muertos y con los desaparecidos, pero sobre todo con nosotros mismos, con nuestra capacidad de soñar desde la memoria y poder preguntar y construir el porvenir. La memoria es un don humano que debemos cuidar como si fuera lo que es: un tesoro. Es también un arte personal y colectivo de minuciosa elaboración, porque recordar es elegir. El suceso o la persona no se revive: se escogen fragmentos de su vida, momentos de los sucesos que la mente y el corazón juzgan y guardan de nuevo en las bibliotecas del afecto y del saber. No todos los pueblos recuerdan de la misma manera, no todas las culturas se conectan con su pasado o preiguran el futuro de la misma manera. Existen muchas maneras de recordar y muchas clases de recuerdos. Algunos tienen que ver con la nostalgia y hacen parte del patrimonio de la enciclopedia personal y colectiva.

La memoria funciona en toda las etapas de la vida, pero se valora de distinta manera en cada etapa, en cada lugar y en cada circunstancia. Los adolescentes se acuerdan de su infancia y los mayores, no sólo la recuerdan, sino que muchas veces en el acto de recordar persiste –como en la población desplazada– una nostalgia, un querer revivir viejos tiempos. Las personas en situación de desplazamiento, por ejemplo, a la vez que los inmigrantes recuerdan con mucha más intensidad lugares, ritmos y sabores a los que antes no les daban mayor importancia, pero que la distancia hace que la conexión sea más honda. En nuestro caso no sólo es la distancia, son las circunstancias. Haber sido forzadas y forzados a salir de su lugar de origen de manera violenta es imprimirle a la memoria miedo y odio y convertir –como ha sucedido a una pequeña población de pequeños propietarios, de colonos que empezaron con el azadón la reforma agraria postergada– en parias y huyentes y ahora en víctimas y errantes.
Este país tiene –como decía, antes de mí, Dora Lucy Arias– 4 millones de desplazados internos. Quienes hemos tenido el privilegio de trabajar con ellos y con ellas hemos entendido, por ejemplo, la manera como esta población ha intervenido los ciudadanías en escena lugares de arribo y cómo ha transformado estos lugares culturalmente de manera compleja. Hemos constatado cómo estas transformaciones contribuyen a su vez a la formación de nuevas ciudadanías no reconocidas. Basta ver a Bogotá. Esta era una ciudad gris donde, si ustedes miran las fotos, la gente se vestía de abrigos oscuros, donde se bailaba poco y se reconocían muy pocos ritmos, no se comía pescado ni chontaduro. Pues bien, los campesinos y pequeños propietarios agricultores, entre ellos particularmente los afrodescendientes, han traído a esta capital, no sólo los ritmos afrocaribeños, sino que han transformado los colores, los sabores y los saberes. Han transformado también la manera de vestirse y están transformando nuestra manera de ser. Bogotá, gracias a los saberes y sabidurías de la diversidad, es otra ciudad, es una ciudad más alegre, más nocturna, más colorida, es una ciudad que ha sido capaz de elegir de manera consecutiva tres alcaldes, sin que ninguno de ellos tuviera grandes maquinarias a su alrededor.

“Siembra y canto en la plaza” es una performance que hicimos el año pasado, diseñada con las personas en situación de desplazamiento para traer de manera simbólica el campo a Bogotá. Con ellas y con el apoyo del Jardín Botánico construimos nueve parcelas en la plaza de Bolívar y durante un día completo, tanto los grupos de artistas, de cantaores y cantaoras desplazados y desplazadas, como los grupos de artistas de dedicación sistemática estuvieron cantando y las personas en situación de desplazamiento, mostrándole a la gente de Bogotá cómo se siembra, el significado que tiene cada mata, cada raíz, cómo es una chagra. Tuvimos la fortuna de que vinieran a esa performance 1.500 indígenas a hacerle guardia de honor a las plantas.

Fue una verdadera transformación del paisaje. Para muchos de los que tuvimos oportunidad de estar allí, no sólo se transformó el cemento sino que también se nos transformó el corazón.

La memoria histórica es la manera como colectivamente los pueblos recuerdan, es decir, que los acontecimientos que los constituyeron vuelven a pasar por la mente y por el corazón. Y de esa manera renuevan los nexos sociales y culturales.

Recordar es como retomar las raíces hacia otros lugares, hacia otros tiempos, para actuar y valorar el presente. Se dice que un pueblo que desconoce su historia está condenado a repetirse. Podríamos «tanto la memoria como los cuerpos de estas personas –jóvenes, mestizos y pobres en su gran mayoría– son abono para el olvido: es que eran personas que estaban olvidadas desde antes de que fueran asesinadas» pensar que en el olvido provocado existe la intención de la repetición de sucesos y comportamientos a los que se les hubiera podido cambiar el rumbo: la violencia y la guerra, que parecen condenadas a la repetición incesante.

Cada disciplina humana también recuerda de maneras distintas la experiencia vivida y las personas. La ciencia recuerda de manera distinta al arte. En el arte, por ejemplo, la memoria hace parte de una manera renovada de ver el pasado; para el arte verdadero la memoria es transcurso en el tiempo y no sólo sirve para recordar, sino que el recuerdo queda intervenido de manera singular, y el suceso intervenido no se transmite de la misma manera, sino que involucra un punto de vista, un pararse a recordar aquí y ahora para interpelar a la sociedad. En cada cultura se recuerda de manera diferente. México, gracias a la sobrevivencia cultural entrañable de los mayas y los aztecas, recuerda los muertos de una manera distinta a como se los recuerda en los pueblos sajones. En México a los muertos se les festeja para que sigan su camino, que es el nuestro.

Ojalá los muertos ayuden a desentrañar la verdad. Es muy impresionante ver en el video de Hollman Morris a un antropólogo forense que nos dice –algo que es para pensarlo de manera muy honda– que “ojalá los muertos ayuden a contar la historia, ayuden a desentrañar la verdad”. La mayoría de personas prefiere recordar ahora con el apoyo de los títulos y las solapas. Es como si el pasado y la memoria hubieran caído en los meros enunciados. Cada uno borra al otro con una velocidad pasmosa. Es la mentalidad del comercio la que hace difícil la retención. Es difícil retener un objeto, recordarlo, porque el nuevo ya está de venta en las estanterías y la pulsión de adquirir el otro y el otro y el otro es una pulsión de muerte. Colombia está viviendo en una de las curvas más hondas de su crisis. Está hondura tiene que ver con la tierra y con las personas.

Los miles de muertos y las fosas comunes parecen no tener fondo, cada día se descubren más y más y más fosas comunes y a la vez se expande la propiedad de más y más y más tierra. Una tierra llena de muertos, de latifundistas y de fosas. El campo colombiano es una tierra que se extiende como propiedad y se ahonda como tumba. Son ya decenas los miles de muertos anónimos enterrados como Polinices a flor de tierra, y en esas extensiones sin límite se desvanecen de manera simultánea los sucesos, las personas y la memoria. Tanto la memoria como los cuerpos de estas personas –jóvenes, mestizos y pobres en su gran mayoría– son abono para el olvido: es que eran personas que estaban olvidadas desde antes que fueran asesinadas.

El arte en Colombia ha intervenido la memoria de manera paradigmática pero escasa. Ningún relato histórico académico ha narrado la masacre de las bananera como lo hicieron Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez. Ambos hablan de los centenares de muertos que fueron tirados al mar como si fueran bananos de desecho. Obreros que sólo pedían ocho horas de trabajo al día y que les permitieran comprar en tiendas que no fueran los comisariatos de la compañía. La compañía era la United Fruit Company –la misma Chiquita Brands, condenada recientemente por nexos con el paramilitarismo– y fue la que propició entonces la matanza.

El próximo 6 de diciembre se cumplen 80 años de esta masacre, 80 años que en la historia de un país son pocos y no es mucha la gente que la que recuerda. No son muchos los maestros los que enseñan esta historia, y son bien pocos los investigadores que contrastan este hecho, por ejemplo, con la continuidad y con la impunidad de la muerte actual de sindicalistas en Colombia. Pocos artistas plásticos han logrado plasmar en una imagen realista y alegórica a la vez la violencia y su futuro muerto como Alejandro Obregón en su óleo Violencia. En el teatro, gracias a obras como “Guadalupe años sin cuenta” y muchas otras, tenemos todavía en la memoria viva el origen de la profunda desconianza de las reiteradas insurgencias frente a las élites, que a cada amnistía, a cada entrega de armas le ha respondido históricamente al adversario con la traición y con la muerte de los rebeldes que confiaron en su palabra.

En el cine, por ejemplo, Víctor Gaviria nos destapó el malestar cultural profundo que yace en el alma de los jóvenes de las comunas, unos jóvenes que escogen la muerte como un acto de reconocimiento y de rebeldía y que a su vez son llevados como ‘ganchos ciegos’ por un establecimiento que los desprecia de una manera tan atroz que, a la vez que les siembra el malestar, les ofrece la salida en la muerte. Todos estamos hoy bajo el asombro de los 19 jóvenes de Bogotá y los 6 de Popayán desaparecidos, cuando salieron a buscar trabajo y luego fueron muertos, o mejor, asesinados en combates icticios, que son el escenario constante de los falsos positivos.

¡Cómo olvidarlos a ellos y cómo olvidar estos acontecimientos! Es que no se trata de recordar sino de enterarse, de que la memoria sea un derecho pero también un deber ineludible y que se ligue no sólo al saber como poder, al saber para graduarse, doctorarse o posgraduarse, sino que el saber se ligue a la justicia y a la creación en condiciones de no repetición. De nada nos sirve saber, recordar y contrastar el saber si no intervenimos la realidad, si no arribamos a una memoria compartida que nos posibilite la justicia y que nos posibilite el nunca más. No podemos olvidar que en este país se ha cometido un politicidio contra una organización política y que más de 6.000 de sus militantes fueron asesinados, como sucedió con la Unión Patriótica.

A propósito de la noticia que comentó Paolo Vignolo al comienzo de la sesión, hace menos de un año hicimos una performance en la plaza de Bolívar. Cerca de 800 personas sobrevivientes de la up, parientes de los asesinados, trajeron de todos los rincones del país las cosas que conservan de sus parientes asesinados. Fue un acto verdaderamente estremecedor. Estas personas se movilizaron de todos los rincones de Colombia. Pusimos mil mesas en la plaza con manteles blancos, los pusimos sólo con retratos de estas personas. No se les dio un solo renglón en los periódicos.

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